21 nov 2006

Cerveza, buena

Y luego de criticarlo todo, me di cuenta que las personas me miraban con curiosidad. Ya ni siquiera sentían temor de mí, sino que, por el contrario, yo les hacía gracia.

Fue rarísimo. Pero cuando llegué a casa y fui al baño a mojarme la cara, el rostro que vi en el espejo era el de un monstruo. Yo era un monstruo, pensé y luego traté de gritar "¡¡soy un monstruo!!"... pero no pude.

Era un ser que ya no hablaba, sólo gruñía y emitía sonidos guturales. El gato nunca salió de su escondite debajo de la cama durante todo el rato que permanecí en el que había sido hasta entonces mi apacible hogar.

Salí a la calle, recorrí parques, caminé por plazas y la gente -eso pude notarlo perfectamente- fingía que yo era prácticamente invisible, pero me observaba con disimulo.

Todo cambió sin embargo la tarde que aquel indigente, quizás por sus rayaduras de vida, se sentó la lado mío y comenzó a hablarme de la familia que alguna vez tuvo. Me dijo que él también había sido un monstruo, pero que lo había logrado superar. Yo le respondía con ruidos raros.

En un momento, sacó una cerveza entre sus ropas harapientas. Toma, me dijo, es cerveza.

Yo lo miraba con desconfianza, no porque no entendiera, sino porque me daba un poco de asco la situación. Entiéndase bien, no era discriminación, pero si un tipo que está lleno de parásitos, con muy mal olor y con aspecto de que la última vez que entró a una ducha usó "Glemo en su cabello, a la hora del shampoo...", significa que podía ser algo complicado compartir la misma botella.

Pero él insistió, "es cerveza, y buena" y fueron tantas las invitaciones que al final bebí. Y la verdad es que la chela mala no estaba, además que al fin y al cabo yo era un monstruo, y no tenía por qué ponerme exquisito.

El asunto es que el tipo sacó otra, y otra, y otra cerveza, y yo, entre tanto alcohol, repetía y repetía "cerveza, buena". Y cuando llegó la hora de los sentimientos, el indigente me decía "¿somos amigos o no somos amigos?", y yo le conetestaba: "cerveza buena, amigo".

Cuento corto -para hacerla corta-, aprendí a expresarme otra vez, volví a casa y el gato, aunque ya estaba un poco flaco, esta vez no se escondió de mí y volvió a pedirme alimento, que es lo que hace un gato que ha extrañado mucho a su amo.

Yo le decía "gato, bueno, amigo". En fin, el tiempo me hizo hablar otra vez de corrido y también me ayudó a entender que, frente a la adversidad, convertirse en monstruo es lejos, el peor de los caminos.

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