5 sept 2005

Unos jotes

Cuando iba en medio del puente atravesando el Mapocho sentí un revoloteo de alas sobre mi cabeza. Supuse que eran palomas o las gaviotas que hace varios años los integrantes de un grupo musical pseudo folclórico con raíces nortinas secuestraron del balneario de Cartagena y “ahuacharon” (como decimos acá) sin éxito en los patios de sus casas. Digo sin éxito porque los pajarracos terminaron viviendo a la orilla del no transparente río, cambiando su otrora dieta de pequeños peces, pulgas de mar y jaivas nuevas indefensas por desperdicios varios, incluidos los que uno mismo ve alejarse dando vueltas con alboroto tras la acción mecánica –y por cierto necesaria- de tirar la cadena del inodoro.

“Qué hacen aquí”, pensé mecánicamente y levanté la cabeza, pero para mi sorpresa no eran los avechuchos playeros los que se encargaban de interrumpir con su sombra mi tránsito en medio del sol, sino que eran otros bichos, más grandes y oscuros.

Pensé que seguramente pertenecían a una especie de buitre, algo así como los primos pobres de los imponentes cóndores, y que venían siguiendo por el cauce algún objeto que a vuelo de pájaro –obvio- parecía carroña.

Pero llegué a Providencia y nuevamente una sombra me cubrió por un instante. Eran los mismos jotes y hasta me causó gracia la supuesta coincidencia. Hasta me dije a mí mismo cual ornitólogo: “qué curioso que esta especie tan rara se haya instalado en una comuna como esta”.

Y la sombra continuó persiguiéndome. Entonces traté de poner atajo a la paranoia sentándome en una banca del patio de las Esculturas para esperar que los emplumados tres en total- siguieran otro rumbo. El problema fue que transcurridos más de quince minutos ellos seguían allí, circulando sobre mi cabeza unos 10 metros más arriba, y dando giros cerrados que producían en algunos momentos el choque de sus alas y el ruido de revoloteo que al principio llamó mi atención.

Admito que fui consumido por la desesperación. Troté, corrí, me oculté bajo la copa de un árbol, dentro un negocio, pero todo fue inútil. Y aunque esa mañana intenté en la oficina pasar lo más desapercibido posible, esos tres jotes sabían muy a ciencia cierta que yo me estaba muriendo, y contra eso, no había nada que hacer… no había nada que hacer.