6 nov 2008

Chivo

Sí sé que estoy loco, le dije, y comencé a caminar y caminar hasta que llegué aquí.

Lo que no me esperaba, eso sí, era encontrarme con esto. No tiene explicación, es inaudito, insólito, y todos esos nombres de viejos negocios de tela.

Pero el tiempo había pasado y entre que conversaba esto contigo y me distraía un poco mirando para otro lado mientras me dabas tus sesudas respuestas, habías simplemente desaparecido.

Era cuestión de esperar que volvieras, pensé, y seguí observando atento cómo entraban los rayos de sol por la ventana delatados por el polvo en suspensión.

Sin embargo, mas, pero, no volviste. Y hasta dudé que alguna vez hayas estado ahí, y en eso, de verdad, yo no tengo nada que ver.

¿Te das cuenta entonces cómo contribuiste a que me pasara lo que me pasó?, ¿no sientes en realidad que fuiste artífice de todo?.

Yo tengo la conciencia tranquila y mi alma en paz. Esa es la gracia de tener a quién echarle la culpa.

2 nov 2008

Ánima

Ingresé por mi cuenta, de manera voluntaria y sin que nadie me lo recomendara o me advirtiera de sus riesgos. Allí estaba aquel laberinto, con un gran acceso y múltiples senderos para explorar.

Entré no más y seguí una ruta por la izquierda. ¿Por qué?, porque soy zurdo, supongo. Había avanzado sólo algunos metros y el camino terminó en cinco puertas: dos a cada lado y una igual que las demás pero al fondo de un pasillo.

Opté por el centro y salí a una especie de potrero abierto, el cual atravesé bajo un sol bastante intenso. Subí una pequeña loma y pude divisar todo el entorno. Para mi sorpresa era una pequeña y desolada isla. Hacia el norte había sin embargo algo que cortaba el paisaje. A lo lejos parecía una población de casas cuadradas de color azul. Había por lo menos 30, todas perfectamente alineadas.

Caminé cerca de media hora para llegar a ese lugar y las casas eran en realidad casetas, cada una poco más grande que un quiosco, sin numeración ni con ventanas. Sólo con una angosta puerta.

Elegí una que estaba en un extremo. Podían ser baños públicos pero también locales comerciales. En una de esas hasta había bebidas y galletas.

Abrí la puerta y había una especie de cortina negra. Entré y sentí como la puerta se cerró de manera automática. La oscuridad era total y el silencio también. A tientas avancé y corrí otra cortina. Choqué con la pared después de caminar algunos pasos y logré afirmarme otra vez de la manilla de la puerta, lo cual era muy raro porque estaba seguro de haber ido en sólo una dirección.

Abrí con el firme propósito de revisar las otras casetas, pero salí en otro lugar. Era de noche y hacía frío. Tuve cuidado de no cerrar la puerta, así que opté por no aventurarme y emprender el regreso. Entonces volví, otra vez sin ver ni oír nada, por donde había venido.

Pero al abrir estaba otra vez en esa noche helada. Hice el ejercicio una, dos, tres veces y no había caso. No me quedó más alternativa que salir y mirar donde estaba. La puerta de la que yo salí estaba mimetizada en medio de una pared de rocas, y de la caseta azul no había rastro alguno.

Caminé algunos metros. Apenas se divisaban unos cerros, las estrellas brillaban a ratos tapadas por nubes que avanzaban rápido y el viento hacía sonar las hojas de los árboles de una especie de bosque que al parecer estaba a mis espaldas.

Hacía tanto frío que quise mejor refugiarme dentro de la cámara oscura. Pero la puerta ya no estaba.

Me senté ahí mismo sin saber qué hacer y con la esperanza que fuera madrugada y que el sol saliera pronto. No sé cuántas horas pasaron, no sé tampoco si han pasado días o semanas. Sigo aquí, esperando algo.

No tengo hambre y curiosamente, ninguna necesidad biológica. Antes quería encontrar algo que beber o comer, pero ahora no. Lo más raro es que tampoco tengo ansiedad de nada. Ni siquiera curiosidad de saber qué hay más allá y si lo que oigo es realmente un bosque. La sensación, eso lo tengo muy claro, es la de haber regresado.

23 oct 2008

Escape

Busqué en todos lados: en el closet, dentro del horno, en los cajones, debajo de la estufa, dentro de la estufa, en la tierra de los maceteros, debajo de la alfombra, en el hueco que se forma entre el refrigerador y la pared, detrás de los cuadros, dentro de los interruptores, en el estanque de la taza del baño, en los tazones multicolores de los desayunos generosos, entre la ropa sucia y dentro de mis zapatos.

Pero no encontré nada. Ni siquiera huellas.

El maldito gnomo había huido y yo quedaría frente a todos como un loco.

4 jul 2008

Te propongo

Llamó tantas veces sin obtener respuesta que se fue con la desolación a cuestas por la calle corta que termina en el acacio apolillado.

Las asas de la bolsa malla tirillenta habían hace rato quedado desnudas del plástico que las cubría y sólo el ovalado alambre medio oxidado le servían para llevar la carga, dejándole hondas hendiduras en las manos que se confundían en ese mar de arrugas.

Y si hubieran abierto la maldita puerta...

La muerte, como dicen, andaba paseándose a la vuelta de la esquina y no le perdía el rastro a nadie, ni siquiera a los que creían ser los más precavidos, porque no se trata simplemente de cruzar con cuidado la calle, de no comer tanta porquería, de rezar constantemente el rosario y los padres nuestros; ni siquiera es cosa de evitar la oscuridad y de no subirse ni a buses ni aviones, o de tomar una pastilla crónica de por vida.

Menos evitar los gatos negros -los pobres gatos negros- o no pasar por debajo de las escaleras o dejar el paraguas siempre bien cerrado dentro de la casa.

Llega el último suspiro sin dejar siquiera tiempo para decir "mierda, me muero", y todo por culpa de la esperanza, la misma que envalentona a los héroes para jactarse que siguen vivos.

La tragedia es tragedia siempre. Conforma a los creyentes y atormenta a los incrédulos, que se resquebrajan la cabeza mirando su reloj, maldiciendo al mundo entero porque todo ocurrió en un segundo y no dos antes, o dos después, o por el paso mal dado, por la bendita vereda levantada, por la tapilla de la bota, que justo en ese lugar, y qué desazón, ni 50 centímetros más allá o incluso 20 más acá.

Las miradas ven que se desploma. Primero cae de rodillas y luego se va de bruces contra la vereda. Se le desarma un poco el moño blanco y queda finalmente tendida sin quejarse.

La bolsa cae abierta y deja escapar objetos varios que viajaban asfixiados: una peineta, una malla con tomates, un chaleco viejo, una lámpara desarmada. Y también una pelota pequeña de colores vivos que comienza a correr por la cuneta.

Llegan a ayudarla y la sientan a la sombra del acacio, pese a que está nublado y empieza a oscurecer.

Y la pelota sigue corriendo como si huyera de la escena. Atraviesa la calle y es mordida por el neumático de un automóvil, que no alcanza a reventarla, pero que la lanza lejos, calle abajo. Cuando ya comienza a detenerse despierta el interés de un niño de tres años que suelta la mano de su madre distraida y se lanza sin pensarlo a atraparla, como si se tratara de un tesoro.

Un taxista viene sin pasajeros tarareando una canción y se encuentra con el pequeño. Frena y le grita un par de cosas a la joven que tras una carrera torpe lo mira con una risa de espanto y el color propio de la vergüenza. Lo divisan a mitad de cuadra y llaman su atención con un silbido. Avanza y se estaciona.

Una mujer anciana, muy pobre, que se había desmayado, se rompió la boca y había que llevarla a la posta. El hombre aceptó subirla sólo si le aseguraban que no estaba tan mal y si le pagaban por adelantado. Tampoco quiso que se sentara así no más, porque su tapiz -dijo- era nuevo.

Una vecina se ofreció para acompañarla y trajo una frazada. La pusieron extendida en el asiento. En la radio del auto sonaba una canción de Sandro, de eso no me olvido. Dos vecinas y un señor que pasaba por ahí habían recogido las cosas y las habían vuelto a meter a la bolsa. Ahora ayudaban a la mujer a ponerse de pie para avanzar hacia el auto. Caminaron lentamente, y con la misma velocidad la hicieron entrar por la puerta trasera.

Una punta de la lámpara que sobresalía de la bolsa que en ese momento cargaba el hombre tocó la pintura del auto e hizo un ruido de esos que destemplan los dientes. El taxista, que se había mantenido indiferente se bajó indignado y los insultó a todos.

Y el crujido vino mientras le pasaba la manga de su chaleco a la carrocería para tratar inútilmente de aminorar el daño visual. El acacio apolillado se le vino encima y lo destrozó contra su propio auto.

Y sólo entonces, con el alboroto que los sacó a todos a la calle, se abrió la puerta aquella, la causante de todo, y en el aire se oía:
''yo no te propongo ni el sol ni las estrellas, tampoco te ofrezco un castillo de ilusión...''

23 jun 2008

La Mentira

La verdad es que es un murciélago, con sus alas perfectas, sus colmillos y hasta su sombra. Me produce una sensación de temor y me transporta a una vivencia antigua que no logro esclarecer.

Su posición es desafiante y agresiva. No teme, mas sabe que le temen y pareciera a punto de abalanzarse sobre quien se le ponga en frente.

Es una especie de demonio que pareciera encarnar en su forma atolondrada sentimientos de odio y maldad infinitos.

Su imagen me incita a sentir frío y me invita a salir corriendo, pero no puedo, no debo, tengo que quedarme y superar todo esto, aunque cueste, aunque sea un martirio y me produzca sufrimiento.

-¿Qué ves entonces en la imagen?

- ¡Ah!, veo flores y un campo muy bonito.

-¿Dónde las ves exactamente?

- Aquí, al lado de los peluches.

- ¿peluches?

- Sí, por acá, ¿ve?

14 may 2008

No, gracias

"No, gracias", le dije y seguí caminando como si nada, pero me siguió, hasta acá mismo, hasta la puerta de mi casa y volvía a insistir mientras yo sacaba la llave para abrir.

Me vi en la obligación de repetir mi frase, pero con mayor énfasis y mirando fíjamente sus ojos, casi de modo desafiante: "no, gracias".

¿Tara mental?, ¿desconexión con el mundo?, no sabría definirlo, porque de verdad esa tuzudez escapaba a todo intento racional por dejar hasta ahí no más el asunto.

Debí recurrir entonces a lo irracional y a prestarle un poco de atención. Entonces escuché atento y sin interrupciones todo su discurso, y pude ver el alivio que este personaje sentía, no de hablar conmigo, sino que por cumplir una especie de misión.

Y me preguntó entonces si creía, y le dije que sí, que creía en Jehova, y que al mismo tiempo le temía, porque la verdad es que había dedicado mi vida al culto de Satanás, el ángel rebelde, y a los argumentos de éste para reclamar, como fuera, los derechos que su severo padre le había negado eternamente...y justifiqué los males del mundo como una opción guerrillera en una especie de panorama político celestial.

"Es más, creo que he llegado a comunicarme con Satanás en una especie de altar que construí en el living de la casa. Si gustas entras y te muestro..", le dije con una normalidad que contrastaba con sus ojos de huevo frito y con un seco "no, gracias" que me dio como respuesta.

Y sólo Dios sabe cuanto alivio me produjo ver cómo se alejaba a paso acelerado y desaparecía en la esquina para siempre de mi vista.

15 feb 2008

Cascarón

En la secta bajo cuyas enseñanzas crecí, los tipos que habían sido “malos” en la vida no se iban al infierno a mirarle los cachos y las patitas de chancho al “mandinga”, ni a vivir bacanales orgías mezcladas con risibles hechos de sangre.
Todo lo contrario, a los malandrines –decían esas enseñanzas sin libro de por medio- los encerraban en cascarones negros.

Ni contacto con el exterior ni nada, simplemente los mandaban a los cascarones estrechos y oscuros, cual genio esperando toda una eternindad su oportunidad de salir para convertirse en suche de algún depravado frotador de botellas.
El tipo del cascarón, en cambio, está sumido en la oscuridad, en el silencio, en una calma fría y angustiante, solamente pensando.

Pensando en lo que sea, quizás, tratando de recordar la luz para no olvidarla, recreando episodios de libertad… en resumen, lo que haría un muerto si pudiera pensar, pero estando perfectamente consciente, en ese supuesto estado espiritual que sustenta la religiosidad.

El instinto ovíparo, aunque somos mamíferos, nos dice que quizás ese cascarón debe romperse y que entonces se volvería a vivir, una especie de “renacer”. Pero algo así suena como una triste esperanza de cuento feliz. No, el maldito del cascarón pensará y se quedará ahí para siempre, en la soledad absoluta dentro de su compacto recipiente, el que seguramente, y de manera paradójica, tal vez fue pensado para estar junto a otros cientos, miles, millones, pegados unos a otros…

Una masa de cascarones pensantes e independientes, de tipos malos o que lo fueron al menos, todos muy solos pero unidos, generando en una de esas una vibración general, un mensaje único que quizás logre ser captado sutil e inconscientemente por los vivos, así como las buenas intenciones divinas, traducible, en este caso, a tres simples palabras: “sáquenme de aquí”.