18 dic 2005

Labios adictivos

Permanecen en las esquinas de las poblaciones marginales, con las manos en los bolsillos y tratando de soportar la ''angustia''. Así llaman al efecto que produce en los adictos la pasta base de cocaína.

Ellos mismos dan testimonio de ello: Cuando toman contacto con esa mezcla nefasta sienten una gran satisfacción que termina sin embargo en el preciso instante que dejan de fumarla.

La angustia vuelve de inmediato. Por eso el flagelo. Habría sido mejor que las víctimas de la tal base nunca la hubieran conocido.

Yo no soy adicto a droga alguna ni me he visto tampoco en la necesidad de cruzarme de brazos en una esquina para mirar con los ojos perdidos los límites del agujero donde la sociedad me hizo alguna vez caer.

Sin embargo, conocí la sensación de juntar mis labios con los de una mujer que habría sido mejor no haber sentido jamás. Fue adicción al primer beso una tarde de domingo de 1989, cuando en la radio de una fuente de soda sonaban una y otra vez las canciones de las bandas de la época, como Guns n’ Roses.

Y la angustia comenzó en el preciso instante en que tuve que subirme a un microbús para volver a mi casa en la periferia de la ciudad. Ella sonreía allá abajo con su pinta ochentera. Mi salvación era el número de teléfono que me había dictado y que nerviosamente anoté en mi destartalado pase escolar color café sin plastificar.

Pero cuando llegué a mi casa y finalmente disqué su número, contestó al otro lado un tipo que me dijo que estaba equivocado. Fue el mismo tipo quien me lo repitió minutos después tres veces seguidas, hasta una cuarta en que me hizo recordar todos los garabatos que existen y que se pueden decir en esta larga y angosta franja de tierra.

En esa época no había correo electrónico, y tampoco tenía la dirección de su casa, porque a ella –desafortunadamente- la conocí de manera excesivamente fortuita.

La angustia me la tuve que tragar por varios años en los que me dediqué sin éxito a buscar otros labios adictivos. Y me creía de verdad rehabilitado.

Pero en noviembre pasado y cuando caía allá afuera una inusual lluvia, recibí en la consulta a una paciente que llamó a última hora y que necesitaba arreglarse las tapaduras de un par de molares.

Apenas la vi supe que era ella, pero no fue recíproco y oculté aquel secreto desplegando toda la palabrería que dan los años de circo.

Traía correctamente todas sus radiografías y sólo había que ponerse a trabajar. Le inyecté la anestesia y le dije que íbamos a esperar que surtiera efecto. Yo la encandilaba con la luz a propósito para que no pudiera ver mi rostro de curiosidad, frente a esos labios todavía perfectos y cada vez más insensibles por los que yo habría hecho cualquier cosa.

Terminado el tratamiento, le di las recomendaciones de rigor y nos despedimos con un formal beso en la mejilla que me puso muy nervioso. Cuando se iba, volteó y me dijo: ''doctor, usted me es cara conocida'', y yo, hipócrita y cobarde, le contesté con una sonrisa, ''no lo creo''.

Fue angustiante verla desaparecer por la puerta en medio de ese aguacero casi estival. Cuando volví a la consulta me percaté que ella había olvidado una carpeta con varios papeles.

Fui donde la secretaria y con el máximo disimulo le pedí la ficha de la nueva paciente. Había dejado un número celular, el que marqué con mi propio móvil. ''Este número no tiene teléfono'', dijo la grabación, y yo quedé otra vez cruzado de brazos, angustiado y casi arrollado por la nueva vuelta que, la gigantesca ruda de la vida, había comenzado a dar otra vez.

11 dic 2005

Dime que no estás

"Dime que no estás, sin decir nada", pensé, mientras me mantenía quieto en medio de esa habitación oscura. La electricidad aún no volvía y se había consumido mi última vela aquella noche calurosa que me había obligado a mantener la ventana abierta.

Esperé un instante que no alcanzó a ser breve, casi conteniendo la respiración y oyendo el tic tac de ese reloj despertador que no sé para qué seguía en funcionamiento, tomando en cuenta que artilugios como ese, al igual que las agendas electrónicas, habían quedado guardados en el cajón del olvido tras la masificación de los teléfonos celulares.

Pensar en eso me tranquilizó y me hizo sentir un perfecto idiota. Yo, asustado en la oscuridad de un cuarto, como si tuviera cinco años, en medio de un corte de luz.

Y ni siquiera un 'matacuco' podría haber enchufado para vencer el extraño temor a esa presencia que podía ser simplemente un mal antecedente en materia de salud mental. Más imbécil me sentí después de llegar a esa conclusión, y al final, riéndome de mí mismo, comencé a festinar con la pregunta que le había hecho a ese supuesto ente, porque su omisión podía perfectamente haber sido considerada una respuesta, y me habría dado mil vueltas en un círculo vicioso del sin sentido hasta de verdad salir corriendo hacia cualquier parte.

Me metí dentro de la cama y me preparé para dormir. El sueño comenzó a invadirme lentamente. Era un sueño pesado de cansancio agradable, como los 10 minutos más con que uno mismo se engaña en las mañanas y que siempre se extienden lo suficiente como para llegar atrasado después a cualquier parte.

Pero de pronto la voz otra vez. "Estoy", dijo nítidamente y di un salto que me dejó inmediatamente de pie sobre la cama, con los ojos abiertos y la respiración acelerada. Miré para todos lados y pensé que realmente me había vuelto un esquizofrénico. Había visto en la televisión y en un par de películas que se oyen voces y hasta se puede ver gente con tal nitidez que parece todo muy, demasiado real... y yo que me creía tan racional e infalible.

Fue una voz nítida y resuelta, de una mujer, con un cierto dejo de tristeza. Pensé, siguiendo mi propio juego "¿dónde estás?", y la respuesta no tardó, "aquí" dijo a mis espaldas. Giré lo más rápido que pude, pero no logré ver nada...

Por eso le tengo temor a la oscuridad, y por eso también, como política de vida, nunca más le pregunté nada a cosas que supuestamente no existen, porque puedo asegurar que no es agradable recibir una respuesta, cualquiera que esta sea.