4 jul 2008

Te propongo

Llamó tantas veces sin obtener respuesta que se fue con la desolación a cuestas por la calle corta que termina en el acacio apolillado.

Las asas de la bolsa malla tirillenta habían hace rato quedado desnudas del plástico que las cubría y sólo el ovalado alambre medio oxidado le servían para llevar la carga, dejándole hondas hendiduras en las manos que se confundían en ese mar de arrugas.

Y si hubieran abierto la maldita puerta...

La muerte, como dicen, andaba paseándose a la vuelta de la esquina y no le perdía el rastro a nadie, ni siquiera a los que creían ser los más precavidos, porque no se trata simplemente de cruzar con cuidado la calle, de no comer tanta porquería, de rezar constantemente el rosario y los padres nuestros; ni siquiera es cosa de evitar la oscuridad y de no subirse ni a buses ni aviones, o de tomar una pastilla crónica de por vida.

Menos evitar los gatos negros -los pobres gatos negros- o no pasar por debajo de las escaleras o dejar el paraguas siempre bien cerrado dentro de la casa.

Llega el último suspiro sin dejar siquiera tiempo para decir "mierda, me muero", y todo por culpa de la esperanza, la misma que envalentona a los héroes para jactarse que siguen vivos.

La tragedia es tragedia siempre. Conforma a los creyentes y atormenta a los incrédulos, que se resquebrajan la cabeza mirando su reloj, maldiciendo al mundo entero porque todo ocurrió en un segundo y no dos antes, o dos después, o por el paso mal dado, por la bendita vereda levantada, por la tapilla de la bota, que justo en ese lugar, y qué desazón, ni 50 centímetros más allá o incluso 20 más acá.

Las miradas ven que se desploma. Primero cae de rodillas y luego se va de bruces contra la vereda. Se le desarma un poco el moño blanco y queda finalmente tendida sin quejarse.

La bolsa cae abierta y deja escapar objetos varios que viajaban asfixiados: una peineta, una malla con tomates, un chaleco viejo, una lámpara desarmada. Y también una pelota pequeña de colores vivos que comienza a correr por la cuneta.

Llegan a ayudarla y la sientan a la sombra del acacio, pese a que está nublado y empieza a oscurecer.

Y la pelota sigue corriendo como si huyera de la escena. Atraviesa la calle y es mordida por el neumático de un automóvil, que no alcanza a reventarla, pero que la lanza lejos, calle abajo. Cuando ya comienza a detenerse despierta el interés de un niño de tres años que suelta la mano de su madre distraida y se lanza sin pensarlo a atraparla, como si se tratara de un tesoro.

Un taxista viene sin pasajeros tarareando una canción y se encuentra con el pequeño. Frena y le grita un par de cosas a la joven que tras una carrera torpe lo mira con una risa de espanto y el color propio de la vergüenza. Lo divisan a mitad de cuadra y llaman su atención con un silbido. Avanza y se estaciona.

Una mujer anciana, muy pobre, que se había desmayado, se rompió la boca y había que llevarla a la posta. El hombre aceptó subirla sólo si le aseguraban que no estaba tan mal y si le pagaban por adelantado. Tampoco quiso que se sentara así no más, porque su tapiz -dijo- era nuevo.

Una vecina se ofreció para acompañarla y trajo una frazada. La pusieron extendida en el asiento. En la radio del auto sonaba una canción de Sandro, de eso no me olvido. Dos vecinas y un señor que pasaba por ahí habían recogido las cosas y las habían vuelto a meter a la bolsa. Ahora ayudaban a la mujer a ponerse de pie para avanzar hacia el auto. Caminaron lentamente, y con la misma velocidad la hicieron entrar por la puerta trasera.

Una punta de la lámpara que sobresalía de la bolsa que en ese momento cargaba el hombre tocó la pintura del auto e hizo un ruido de esos que destemplan los dientes. El taxista, que se había mantenido indiferente se bajó indignado y los insultó a todos.

Y el crujido vino mientras le pasaba la manga de su chaleco a la carrocería para tratar inútilmente de aminorar el daño visual. El acacio apolillado se le vino encima y lo destrozó contra su propio auto.

Y sólo entonces, con el alboroto que los sacó a todos a la calle, se abrió la puerta aquella, la causante de todo, y en el aire se oía:
''yo no te propongo ni el sol ni las estrellas, tampoco te ofrezco un castillo de ilusión...''

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