10 jul 2007

Le caí bien al tal Rebeco

No dejó de hacer la maldita mueca, y se retorcía sin sacarme los ojos de encima a sabiendas que me iba a quedar mirando hasta donde me durara la puta paciencia.
Y seguía, y dale, y que otra vez, y versión con la lengua afuera, y simulando ojos cerrados, y cada vez que lo hacía se carcajeaba, y yo ahí sentado, con cara de nada, sonriendo a veces, sobre todo cuando su madre me miraba y me decía, “¿es hincha pelotas mi hijo ah?”, y yo respondía que no – hipócrita como siempre en estos casos- y para aportar algo agregaba que “así son los niños”, y lo miraba y ya estaba de nuevo echándose papas fritas por montones hasta formar dos globos enormes con los pómulos hasta que me observaba fijamente otra vez y luego empezaba a carcajearse desde muy adentro, hasta casi ponerse morado, y sin darme tiempo de reaccionar emitía una risotada tipo volcán y me caía una lluvia de papas fritas molidas algo baboseadas en la cara.

“¡Rebeco, córtala!”, le decía ella al monstruo cachorro ese de nombre indefinido… es que nadie puede llamarse “Rebeco”… pero él sabía que yo estaba en desigualdad de condiciones, porque mi novia demoraba horas en el baño…
Yo la imaginaba mirándose en el espejo, y ella, ¿me imaginaría acaso jugando con Rebeco?.

Lo dudo, porque hubo tiempo suficiente para que de las muecas pasara a los juguetes mientras su madre extendía su verborrea con otras amistades que estaban pendientes de todo y de nada al mismo tiempo, y a Rebeco parece que finalmente le caí bien, porque trajo junto a mí uno a uno todos sus juguetes… el problema es que cualquiera que me interesara me lo quitaba, entonces, ¿para qué me los traía el mocoso de mierda mañoso, si me los iba a arrebatar?.

Eso estaba pensando cuando me pasó un muñeco de goma de no sé qué serie gringa, y un minuto después me lo quitó de un tirón tan fuerte que me pilló desprevenido y claro, cuando lo solté el pequeño demonio perdió el equilibrio y pasó de la algarabía descontrolada al llanto desproporcionado tras caer de poto apoyándose a duras penas con las manos.

Y mi novia no volvía del baño y el papá de Rebeco, que siempre me había hablado poco y ya estaba un poco pasado de copas, parece que sacó personalidad, y de la peor, confirmando todos los prejuicios en su contra, y empezó a encararme con gesto facial de pescado que por qué había maltratado “al niño”, y la madre de éste, su pareja también, le inisitía en que Rebeco no cayó tan fuerte, pero eso más indignaba a Rebeco grande, que olía como la gran mierda –hay que decirlo- porque me mareaba con su tufada trasnochada y yo parece que tratando de calmarlo más lo sacaba de quicio, lo cual no era novedad, porque de verdad, parece que tengo esa capacidad de descontrolar sin hacer demasiado.

En eso estaba cuando mi novia salió finalmente del baño para salvar la situación, pero lejos de calmarse, al observar el cuadro se puso colorada y empezó a insultar y a recordar hasta la maternidad más entrañable de Rebecote padre, quien sólo de bien educado –de lo mal educado que era- no arremetió contra ella. “Menos mal”, pensé cuando iba cayendo luego de recibir de parte de él un gran combo que me dejó grogui, porque si la hubiese tocado a ella, la historia “habría tenido otro desenlace”.

Y mientras Rebeco lloraba con cierto placer, mi novia de no sé donde –es lo que recuerdo en medio de imágenes borrosas- sacó un repertorio de insultos y las emprendió contra mi “victimario” con un cenicero de cobre, que lo dejó Grogui también, y la mamá de Rebeco se metió al baile y le llegó en el rostro un platazo de loza que además de expandir ramitas en todo el lugar y de desatar los gritos histéricos pero inútiles de las contertulias, le gatilló una hemorragia nasal de esas que ya se ven poco y que en épocas remotas se solucionaba sacando el infaltable pañuelo de género y haciendo que el o la afectada miraran bastante rato hacia el cielo.

Al ver todo este episodio, intenté ponerme de pie, pero me caí, y al segundo intento también, mientras mi novia improvisaba el truco del pañuelo con toalla Nova, con la ayuda de las atónitas y poco diligentes demás invitadas. Y Rebeco, con los ojos aún brillantes, dejaba de llorar, me miraba, y se reía, casi sin importarle que su padre siguiera ahí tirado, pero por la resaca más que nada, porque deben haber pasado eternos dos minutos y el hombre roncaba sobre la alfombra… y Rebeco tras mi tercer intento volvía a carcajearse… parece que sí, efectivamente, yo le caía muy bien.