7 abr 2009

Párrafos inconexos

“Señora, disculpe, pero no es mi culpa que su humanidad sea tan abundante”, le dije. Y hasta ahora, con la cara todavía desencajada, me arrepiento de buscar palabras para justificar lo injustificable y contra lo que no hay remedio, sobre todo arriba de una micro a las ocho de la mañana.

Usted me da pena señor, me dijo. Luego me lanzó una moneda y se fue pedaleando en su bicicleta con la misma pasividad con la que había llegado. “¡Pendeja de mierda!” dije a regañadientes. Entonces recogí la moneda y me fui.

Todos miraban al pobre muerto reventado luego de ser atropellado por un camión. “¡Ahí viene su señora!”, se oyeron los rumores entre los curiosos. Apareció una mujer joven que, impávida, levantó la manta que cubría al cadáver y asintió con la cabeza ante una pregunta de los policías. Luego miró fijamente a la multitud y dio un grito agudo que contrastaba con su cara de nada. “Está destrozada”, dijo una mujer, y recibió una respuesta que lo enrareció todo: “no más que él”.

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