7 abr 2009

Párrafos inconexos

“Señora, disculpe, pero no es mi culpa que su humanidad sea tan abundante”, le dije. Y hasta ahora, con la cara todavía desencajada, me arrepiento de buscar palabras para justificar lo injustificable y contra lo que no hay remedio, sobre todo arriba de una micro a las ocho de la mañana.

Usted me da pena señor, me dijo. Luego me lanzó una moneda y se fue pedaleando en su bicicleta con la misma pasividad con la que había llegado. “¡Pendeja de mierda!” dije a regañadientes. Entonces recogí la moneda y me fui.

Todos miraban al pobre muerto reventado luego de ser atropellado por un camión. “¡Ahí viene su señora!”, se oyeron los rumores entre los curiosos. Apareció una mujer joven que, impávida, levantó la manta que cubría al cadáver y asintió con la cabeza ante una pregunta de los policías. Luego miró fijamente a la multitud y dio un grito agudo que contrastaba con su cara de nada. “Está destrozada”, dijo una mujer, y recibió una respuesta que lo enrareció todo: “no más que él”.

6 abr 2009

El enigma

El tipo de la gorra colorada se paró un instante frente a la puerta, miró hacia ambos lados, como cerciorándose que nadie lo sorprendiera, y entró por el pasillo de luz.

Más atrás, una mujer muy gorda llegó hasta ahí mismo jadeando, gesticulando como si no pudiera respirar y señalando con desesperación la puerta que se acababa de cerrar.

En un instante se llenó de gente. La policía acordonó la vereda y nadie quería perderse detalles del espectáculo, aunque nadie tampoco sabía de qué se trataba todo.

Al poco rato la gorda ya podía respirar y figuraba tomando un vaso de agua y sentada en un pequeño banquito de madera que le facilitó una vecina.

Entre los curiosos se comentaba que a la mujer la habían asaltado y que el delincuente se encontraba en aquella casa antigua, ahora custodiada por aburridos policías que miraban para todos lados sin tampoco estar muy convencidos de que estar ahí serviría para algo.

Otros más imaginativos especulaban que la mujer no era víctima sino que la cómplice de un crimen. Y no estaba esposada, decía muy convencido un viejo calvo de barbas amarillentas, sólo porque su ancho no le daba para salir corriendo y menos para escabullirse sin ser vista.

Y así transcurrió una, dos, y hasta tres horas. La noche se vino encima y la multitud de curiosos se redujo a su mínima expresión hasta que la gorda quedó sola con dos carabineros rasos.

Habían ya hecho buenas migas y hasta uno de los efectivos le había llevado un sándwich. La vecina también se aburrió, le pidió el banquito de madera y entró a su casa para no volver a salir.

Y pasada la medianoche, cuando los policías se encontraban en la esquina conversando del partido del domingo, y la gorda dormitaba sentada en la cuneta, el tipo de la gorra colorada salió sigiloso. Con un cigarrillo en la boca le dio dos vueltas a la chapa y empezó a caminar como si nada, hasta perderse a la vuelta de la esquina oscura.

La gorda despertó de sobresalto dando un pequeño grito. Los carabineros corrieron hasta ella y se encendió la luz de la casa de la vecina. Otra vez empezó a ahogarse, pero se puso de pie y poniendo los ojos blancos y en medio de una especie de trance dijo firme con voz de ultratumba: “Ya no está aquí”.

El episodio fue observado y comentado por dos jóvenes que pasaban por ahí justo en los momentos que todo esto transcurría.

- Terrible’ cuática la guatona ¿ah?
- la cagó.