30 may 2007

Mi párrafo para el Transantiago

Y cuando vi a toda esa gente apretujada, con cara de resignación y pena, quise pensar en la humillación colectiva de la que éramos objeto, en la poca visión de las autoridades para encontrar una solución a todo el asunto aquel ya tan manoseado por todos, política y literalmente, y en la triste circunstancia del que estaba obligado sin querer a tener que ser parte de todo esto, lo que a todas luces era absolutamente analizable de no ser porque la señora rellenita del asiento que estaba pegado a mis rodillas quiso ponerse de pie porque en la puerta venía apareciendo una joven con un niño en brazos y para más remate –sí, para más remate- traía consigo un embarazo de esos que si la micro frenaba, podríamos haber quedado todos embadurnados con placenta fresca, lo cual sin embargo y gracias a Dios –o a lo que debe quedar de él- no sucedió y continuamos el viaje con un chofer que gritaba con voz de payaso callejero “señora avance para atrás” y podíamos oír la respuesta de la mujer que decía con un tono suave pero retumbante que no se podía avanzar más, y la réplica del conductor que insistía en que “si avanzan los del medio cabe más gente”, y todo porque tenía que detenerse una cuadra más allá para hacer subir –no sé como- a un tropel de gente que le reclamaba que llevaba una hora esperando, recibiendo como contestación un “mentira señora”, mientras que un señor respetable también le reclamaba que ningún bus paraba, obteiendo como respuesta un tajante “yo sí paro”, como si a la gente le importara que este tipo, sí, justo este, el de la micro más desprovista, fuera el mejor ejemplo de eficiencia ciudadana, posiblemente para quedar bien con la embarazada, cuya barriga me estaba comenzando a presionar, para que ella pudiera disfrutar de la buena voluntad de los amables pero dormidos pasajeros con asiento que a esa hora se dirigían, como todos los días, al sur de la ciudad luego de una extenuante jornada de trabajo reflejada –por desgracia- en ese aroma tan propio de las axilas humanas, que me tenían ya al borde del colapso y con la misión complicada de tener que bajar en unas pocas cuadras más allá, debiendo sortear la mujer encinta, la señora que se puso de pie, el hombre del traje café, la estudiante universitaria, el tipo de corbata, las escolares de cabello de colores, el niño comiendo maní, los nuevos pasajeros que pasaban su tarjeta Bip haciendo el ruido desinflado de de corneta de cumpleaños, y tantas otras cosas que me gustaría comentar pero no puedo porque me tengo que bajar.

23 may 2007

Me vi mirándome

Era yo mismo buscándome desesperado yendo de un lado a otro en el andén. Entre medio del tumulto me quedé quieto y cubrí mi rostro con la bufanda, porque definitivamente no debía encontrarme. Para qué ahora, tan tarde, tan sin sentido.

El tren se oía venir y sentí mi propia desesperación en ese ser ya visiblemente agotado que luchaba inútilmente por hallarme. Me dieron ganas, lo admito, de levantar los brazos y facilitarle las cosas, de permitirle conseguir lo que buscaba, de dejarlo descansar, porque su cansancio también era el mío... pero era una búsqueda inútil, un despropósito absoluto, porque ese yo no tenía derecho a hacerme cambiar de parecer, a hacerme razonar, a modificar lo que ya no había cambiado.

Y entré al carro, a empujones, y quedé presionado contra la puerta que da hacia la vía, casi sin poder moverme, pegado a la ventana. Fue entonces cuando me vi mirándome con el desconsuelo más profundo por el tiempo que no se recupera, con una mirada oscura que me señalaba claramente que no habría otra oportunidad, que todo no sólo había sido inútil, sino que al mismo tiempo doloroso e irreversiblemente perjudicial.

El tren comenzó su marcha y yo, no yo mismo sino que mi perseguidor, me quedé parado estático, como no queriendo resignarme a mi fatal suerte de quedarme rezagado, esperando algo para siempre en esta estación convulsionada; yo en cambio, el fugitivo de mí mismo, había logrado sacarme por fin el peso enorme de no atreverme a subir de una vez al carro y aventurarme hacia la próxima estación.

No olvidaré nunca la mueca de ahogo de mi propia cara pegada a ese vidrio, que desapareció para siempre en ese convoy que se sumergió raudo en medio de la oscuridad.