23 may 2007

Me vi mirándome

Era yo mismo buscándome desesperado yendo de un lado a otro en el andén. Entre medio del tumulto me quedé quieto y cubrí mi rostro con la bufanda, porque definitivamente no debía encontrarme. Para qué ahora, tan tarde, tan sin sentido.

El tren se oía venir y sentí mi propia desesperación en ese ser ya visiblemente agotado que luchaba inútilmente por hallarme. Me dieron ganas, lo admito, de levantar los brazos y facilitarle las cosas, de permitirle conseguir lo que buscaba, de dejarlo descansar, porque su cansancio también era el mío... pero era una búsqueda inútil, un despropósito absoluto, porque ese yo no tenía derecho a hacerme cambiar de parecer, a hacerme razonar, a modificar lo que ya no había cambiado.

Y entré al carro, a empujones, y quedé presionado contra la puerta que da hacia la vía, casi sin poder moverme, pegado a la ventana. Fue entonces cuando me vi mirándome con el desconsuelo más profundo por el tiempo que no se recupera, con una mirada oscura que me señalaba claramente que no habría otra oportunidad, que todo no sólo había sido inútil, sino que al mismo tiempo doloroso e irreversiblemente perjudicial.

El tren comenzó su marcha y yo, no yo mismo sino que mi perseguidor, me quedé parado estático, como no queriendo resignarme a mi fatal suerte de quedarme rezagado, esperando algo para siempre en esta estación convulsionada; yo en cambio, el fugitivo de mí mismo, había logrado sacarme por fin el peso enorme de no atreverme a subir de una vez al carro y aventurarme hacia la próxima estación.

No olvidaré nunca la mueca de ahogo de mi propia cara pegada a ese vidrio, que desapareció para siempre en ese convoy que se sumergió raudo en medio de la oscuridad.

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