15 feb 2008

Cascarón

En la secta bajo cuyas enseñanzas crecí, los tipos que habían sido “malos” en la vida no se iban al infierno a mirarle los cachos y las patitas de chancho al “mandinga”, ni a vivir bacanales orgías mezcladas con risibles hechos de sangre.
Todo lo contrario, a los malandrines –decían esas enseñanzas sin libro de por medio- los encerraban en cascarones negros.

Ni contacto con el exterior ni nada, simplemente los mandaban a los cascarones estrechos y oscuros, cual genio esperando toda una eternindad su oportunidad de salir para convertirse en suche de algún depravado frotador de botellas.
El tipo del cascarón, en cambio, está sumido en la oscuridad, en el silencio, en una calma fría y angustiante, solamente pensando.

Pensando en lo que sea, quizás, tratando de recordar la luz para no olvidarla, recreando episodios de libertad… en resumen, lo que haría un muerto si pudiera pensar, pero estando perfectamente consciente, en ese supuesto estado espiritual que sustenta la religiosidad.

El instinto ovíparo, aunque somos mamíferos, nos dice que quizás ese cascarón debe romperse y que entonces se volvería a vivir, una especie de “renacer”. Pero algo así suena como una triste esperanza de cuento feliz. No, el maldito del cascarón pensará y se quedará ahí para siempre, en la soledad absoluta dentro de su compacto recipiente, el que seguramente, y de manera paradójica, tal vez fue pensado para estar junto a otros cientos, miles, millones, pegados unos a otros…

Una masa de cascarones pensantes e independientes, de tipos malos o que lo fueron al menos, todos muy solos pero unidos, generando en una de esas una vibración general, un mensaje único que quizás logre ser captado sutil e inconscientemente por los vivos, así como las buenas intenciones divinas, traducible, en este caso, a tres simples palabras: “sáquenme de aquí”.