El tipo de la gorra colorada se paró un instante frente a la puerta, miró hacia ambos lados, como cerciorándose que nadie lo sorprendiera, y entró por el pasillo de luz.
Más atrás, una mujer muy gorda llegó hasta ahí mismo jadeando, gesticulando como si no pudiera respirar y señalando con desesperación la puerta que se acababa de cerrar.
En un instante se llenó de gente. La policía acordonó la vereda y nadie quería perderse detalles del espectáculo, aunque nadie tampoco sabía de qué se trataba todo.
Al poco rato la gorda ya podía respirar y figuraba tomando un vaso de agua y sentada en un pequeño banquito de madera que le facilitó una vecina.
Entre los curiosos se comentaba que a la mujer la habían asaltado y que el delincuente se encontraba en aquella casa antigua, ahora custodiada por aburridos policías que miraban para todos lados sin tampoco estar muy convencidos de que estar ahí serviría para algo.
Otros más imaginativos especulaban que la mujer no era víctima sino que la cómplice de un crimen. Y no estaba esposada, decía muy convencido un viejo calvo de barbas amarillentas, sólo porque su ancho no le daba para salir corriendo y menos para escabullirse sin ser vista.
Y así transcurrió una, dos, y hasta tres horas. La noche se vino encima y la multitud de curiosos se redujo a su mínima expresión hasta que la gorda quedó sola con dos carabineros rasos.
Habían ya hecho buenas migas y hasta uno de los efectivos le había llevado un sándwich. La vecina también se aburrió, le pidió el banquito de madera y entró a su casa para no volver a salir.
Y pasada la medianoche, cuando los policías se encontraban en la esquina conversando del partido del domingo, y la gorda dormitaba sentada en la cuneta, el tipo de la gorra colorada salió sigiloso. Con un cigarrillo en la boca le dio dos vueltas a la chapa y empezó a caminar como si nada, hasta perderse a la vuelta de la esquina oscura.
La gorda despertó de sobresalto dando un pequeño grito. Los carabineros corrieron hasta ella y se encendió la luz de la casa de la vecina. Otra vez empezó a ahogarse, pero se puso de pie y poniendo los ojos blancos y en medio de una especie de trance dijo firme con voz de ultratumba: “Ya no está aquí”.
El episodio fue observado y comentado por dos jóvenes que pasaban por ahí justo en los momentos que todo esto transcurría.
- Terrible’ cuática la guatona ¿ah?
- la cagó.
6 abr 2009
11 feb 2009
Dudo
Yo dudo. De ti, de mí, de todos. No es vida cuando nada es seguro. Y cuando las únicas certezas son que el sol se va a esconder y que al otro día muy temprano va a salir -pese a que la verdad de todo es que el mundo da vueltas como un trompo- es que definitivamente está todo muy mal.
Y cuando digo “muy mal” es porque, sí, está todo “muy pero muy mal”.
Tanto así que he pensado en tirarme al vacío y quedar hecho “líquido” en el suelo, como dijo alguien por ahí. Pero dudo que pueda hacerlo y me atormenta que la duda se resuelva, como sea, en ese segundo y un poco más que transcurriría antes de reventarme contra el pavimento.
Por eso me contento –aunque no precisamente porque esté “contento”- con pasar horas mirando la distancia entre mi balcón y la calle, pensando en la textura de esa acera áspera y para variar dudando sobre si realmente estaré así por depresión o simplemente por lo nocivo de tener en exceso tiempo de ocio.
Y cuando digo “muy mal” es porque, sí, está todo “muy pero muy mal”.
Tanto así que he pensado en tirarme al vacío y quedar hecho “líquido” en el suelo, como dijo alguien por ahí. Pero dudo que pueda hacerlo y me atormenta que la duda se resuelva, como sea, en ese segundo y un poco más que transcurriría antes de reventarme contra el pavimento.
Por eso me contento –aunque no precisamente porque esté “contento”- con pasar horas mirando la distancia entre mi balcón y la calle, pensando en la textura de esa acera áspera y para variar dudando sobre si realmente estaré así por depresión o simplemente por lo nocivo de tener en exceso tiempo de ocio.
6 nov 2008
Chivo
Sí sé que estoy loco, le dije, y comencé a caminar y caminar hasta que llegué aquí.
Lo que no me esperaba, eso sí, era encontrarme con esto. No tiene explicación, es inaudito, insólito, y todos esos nombres de viejos negocios de tela.
Pero el tiempo había pasado y entre que conversaba esto contigo y me distraía un poco mirando para otro lado mientras me dabas tus sesudas respuestas, habías simplemente desaparecido.
Era cuestión de esperar que volvieras, pensé, y seguí observando atento cómo entraban los rayos de sol por la ventana delatados por el polvo en suspensión.
Sin embargo, mas, pero, no volviste. Y hasta dudé que alguna vez hayas estado ahí, y en eso, de verdad, yo no tengo nada que ver.
¿Te das cuenta entonces cómo contribuiste a que me pasara lo que me pasó?, ¿no sientes en realidad que fuiste artífice de todo?.
Yo tengo la conciencia tranquila y mi alma en paz. Esa es la gracia de tener a quién echarle la culpa.
Lo que no me esperaba, eso sí, era encontrarme con esto. No tiene explicación, es inaudito, insólito, y todos esos nombres de viejos negocios de tela.
Pero el tiempo había pasado y entre que conversaba esto contigo y me distraía un poco mirando para otro lado mientras me dabas tus sesudas respuestas, habías simplemente desaparecido.
Era cuestión de esperar que volvieras, pensé, y seguí observando atento cómo entraban los rayos de sol por la ventana delatados por el polvo en suspensión.
Sin embargo, mas, pero, no volviste. Y hasta dudé que alguna vez hayas estado ahí, y en eso, de verdad, yo no tengo nada que ver.
¿Te das cuenta entonces cómo contribuiste a que me pasara lo que me pasó?, ¿no sientes en realidad que fuiste artífice de todo?.
Yo tengo la conciencia tranquila y mi alma en paz. Esa es la gracia de tener a quién echarle la culpa.
2 nov 2008
Ánima
Ingresé por mi cuenta, de manera voluntaria y sin que nadie me lo recomendara o me advirtiera de sus riesgos. Allí estaba aquel laberinto, con un gran acceso y múltiples senderos para explorar.
Entré no más y seguí una ruta por la izquierda. ¿Por qué?, porque soy zurdo, supongo. Había avanzado sólo algunos metros y el camino terminó en cinco puertas: dos a cada lado y una igual que las demás pero al fondo de un pasillo.
Opté por el centro y salí a una especie de potrero abierto, el cual atravesé bajo un sol bastante intenso. Subí una pequeña loma y pude divisar todo el entorno. Para mi sorpresa era una pequeña y desolada isla. Hacia el norte había sin embargo algo que cortaba el paisaje. A lo lejos parecía una población de casas cuadradas de color azul. Había por lo menos 30, todas perfectamente alineadas.
Caminé cerca de media hora para llegar a ese lugar y las casas eran en realidad casetas, cada una poco más grande que un quiosco, sin numeración ni con ventanas. Sólo con una angosta puerta.
Elegí una que estaba en un extremo. Podían ser baños públicos pero también locales comerciales. En una de esas hasta había bebidas y galletas.
Abrí la puerta y había una especie de cortina negra. Entré y sentí como la puerta se cerró de manera automática. La oscuridad era total y el silencio también. A tientas avancé y corrí otra cortina. Choqué con la pared después de caminar algunos pasos y logré afirmarme otra vez de la manilla de la puerta, lo cual era muy raro porque estaba seguro de haber ido en sólo una dirección.
Abrí con el firme propósito de revisar las otras casetas, pero salí en otro lugar. Era de noche y hacía frío. Tuve cuidado de no cerrar la puerta, así que opté por no aventurarme y emprender el regreso. Entonces volví, otra vez sin ver ni oír nada, por donde había venido.
Pero al abrir estaba otra vez en esa noche helada. Hice el ejercicio una, dos, tres veces y no había caso. No me quedó más alternativa que salir y mirar donde estaba. La puerta de la que yo salí estaba mimetizada en medio de una pared de rocas, y de la caseta azul no había rastro alguno.
Caminé algunos metros. Apenas se divisaban unos cerros, las estrellas brillaban a ratos tapadas por nubes que avanzaban rápido y el viento hacía sonar las hojas de los árboles de una especie de bosque que al parecer estaba a mis espaldas.
Hacía tanto frío que quise mejor refugiarme dentro de la cámara oscura. Pero la puerta ya no estaba.
Me senté ahí mismo sin saber qué hacer y con la esperanza que fuera madrugada y que el sol saliera pronto. No sé cuántas horas pasaron, no sé tampoco si han pasado días o semanas. Sigo aquí, esperando algo.
No tengo hambre y curiosamente, ninguna necesidad biológica. Antes quería encontrar algo que beber o comer, pero ahora no. Lo más raro es que tampoco tengo ansiedad de nada. Ni siquiera curiosidad de saber qué hay más allá y si lo que oigo es realmente un bosque. La sensación, eso lo tengo muy claro, es la de haber regresado.
Entré no más y seguí una ruta por la izquierda. ¿Por qué?, porque soy zurdo, supongo. Había avanzado sólo algunos metros y el camino terminó en cinco puertas: dos a cada lado y una igual que las demás pero al fondo de un pasillo.
Opté por el centro y salí a una especie de potrero abierto, el cual atravesé bajo un sol bastante intenso. Subí una pequeña loma y pude divisar todo el entorno. Para mi sorpresa era una pequeña y desolada isla. Hacia el norte había sin embargo algo que cortaba el paisaje. A lo lejos parecía una población de casas cuadradas de color azul. Había por lo menos 30, todas perfectamente alineadas.
Caminé cerca de media hora para llegar a ese lugar y las casas eran en realidad casetas, cada una poco más grande que un quiosco, sin numeración ni con ventanas. Sólo con una angosta puerta.
Elegí una que estaba en un extremo. Podían ser baños públicos pero también locales comerciales. En una de esas hasta había bebidas y galletas.
Abrí la puerta y había una especie de cortina negra. Entré y sentí como la puerta se cerró de manera automática. La oscuridad era total y el silencio también. A tientas avancé y corrí otra cortina. Choqué con la pared después de caminar algunos pasos y logré afirmarme otra vez de la manilla de la puerta, lo cual era muy raro porque estaba seguro de haber ido en sólo una dirección.
Abrí con el firme propósito de revisar las otras casetas, pero salí en otro lugar. Era de noche y hacía frío. Tuve cuidado de no cerrar la puerta, así que opté por no aventurarme y emprender el regreso. Entonces volví, otra vez sin ver ni oír nada, por donde había venido.
Pero al abrir estaba otra vez en esa noche helada. Hice el ejercicio una, dos, tres veces y no había caso. No me quedó más alternativa que salir y mirar donde estaba. La puerta de la que yo salí estaba mimetizada en medio de una pared de rocas, y de la caseta azul no había rastro alguno.
Caminé algunos metros. Apenas se divisaban unos cerros, las estrellas brillaban a ratos tapadas por nubes que avanzaban rápido y el viento hacía sonar las hojas de los árboles de una especie de bosque que al parecer estaba a mis espaldas.
Hacía tanto frío que quise mejor refugiarme dentro de la cámara oscura. Pero la puerta ya no estaba.
Me senté ahí mismo sin saber qué hacer y con la esperanza que fuera madrugada y que el sol saliera pronto. No sé cuántas horas pasaron, no sé tampoco si han pasado días o semanas. Sigo aquí, esperando algo.
No tengo hambre y curiosamente, ninguna necesidad biológica. Antes quería encontrar algo que beber o comer, pero ahora no. Lo más raro es que tampoco tengo ansiedad de nada. Ni siquiera curiosidad de saber qué hay más allá y si lo que oigo es realmente un bosque. La sensación, eso lo tengo muy claro, es la de haber regresado.
23 oct 2008
Escape
Busqué en todos lados: en el closet, dentro del horno, en los cajones, debajo de la estufa, dentro de la estufa, en la tierra de los maceteros, debajo de la alfombra, en el hueco que se forma entre el refrigerador y la pared, detrás de los cuadros, dentro de los interruptores, en el estanque de la taza del baño, en los tazones multicolores de los desayunos generosos, entre la ropa sucia y dentro de mis zapatos.
Pero no encontré nada. Ni siquiera huellas.
El maldito gnomo había huido y yo quedaría frente a todos como un loco.
Pero no encontré nada. Ni siquiera huellas.
El maldito gnomo había huido y yo quedaría frente a todos como un loco.
4 jul 2008
Te propongo
Llamó tantas veces sin obtener respuesta que se fue con la desolación a cuestas por la calle corta que termina en el acacio apolillado.
Las asas de la bolsa malla tirillenta habían hace rato quedado desnudas del plástico que las cubría y sólo el ovalado alambre medio oxidado le servían para llevar la carga, dejándole hondas hendiduras en las manos que se confundían en ese mar de arrugas.
Y si hubieran abierto la maldita puerta...
La muerte, como dicen, andaba paseándose a la vuelta de la esquina y no le perdía el rastro a nadie, ni siquiera a los que creían ser los más precavidos, porque no se trata simplemente de cruzar con cuidado la calle, de no comer tanta porquería, de rezar constantemente el rosario y los padres nuestros; ni siquiera es cosa de evitar la oscuridad y de no subirse ni a buses ni aviones, o de tomar una pastilla crónica de por vida.
Menos evitar los gatos negros -los pobres gatos negros- o no pasar por debajo de las escaleras o dejar el paraguas siempre bien cerrado dentro de la casa.
Llega el último suspiro sin dejar siquiera tiempo para decir "mierda, me muero", y todo por culpa de la esperanza, la misma que envalentona a los héroes para jactarse que siguen vivos.
La tragedia es tragedia siempre. Conforma a los creyentes y atormenta a los incrédulos, que se resquebrajan la cabeza mirando su reloj, maldiciendo al mundo entero porque todo ocurrió en un segundo y no dos antes, o dos después, o por el paso mal dado, por la bendita vereda levantada, por la tapilla de la bota, que justo en ese lugar, y qué desazón, ni 50 centímetros más allá o incluso 20 más acá.
Las miradas ven que se desploma. Primero cae de rodillas y luego se va de bruces contra la vereda. Se le desarma un poco el moño blanco y queda finalmente tendida sin quejarse.
La bolsa cae abierta y deja escapar objetos varios que viajaban asfixiados: una peineta, una malla con tomates, un chaleco viejo, una lámpara desarmada. Y también una pelota pequeña de colores vivos que comienza a correr por la cuneta.
Llegan a ayudarla y la sientan a la sombra del acacio, pese a que está nublado y empieza a oscurecer.
Y la pelota sigue corriendo como si huyera de la escena. Atraviesa la calle y es mordida por el neumático de un automóvil, que no alcanza a reventarla, pero que la lanza lejos, calle abajo. Cuando ya comienza a detenerse despierta el interés de un niño de tres años que suelta la mano de su madre distraida y se lanza sin pensarlo a atraparla, como si se tratara de un tesoro.
Un taxista viene sin pasajeros tarareando una canción y se encuentra con el pequeño. Frena y le grita un par de cosas a la joven que tras una carrera torpe lo mira con una risa de espanto y el color propio de la vergüenza. Lo divisan a mitad de cuadra y llaman su atención con un silbido. Avanza y se estaciona.
Una mujer anciana, muy pobre, que se había desmayado, se rompió la boca y había que llevarla a la posta. El hombre aceptó subirla sólo si le aseguraban que no estaba tan mal y si le pagaban por adelantado. Tampoco quiso que se sentara así no más, porque su tapiz -dijo- era nuevo.
Una vecina se ofreció para acompañarla y trajo una frazada. La pusieron extendida en el asiento. En la radio del auto sonaba una canción de Sandro, de eso no me olvido. Dos vecinas y un señor que pasaba por ahí habían recogido las cosas y las habían vuelto a meter a la bolsa. Ahora ayudaban a la mujer a ponerse de pie para avanzar hacia el auto. Caminaron lentamente, y con la misma velocidad la hicieron entrar por la puerta trasera.
Una punta de la lámpara que sobresalía de la bolsa que en ese momento cargaba el hombre tocó la pintura del auto e hizo un ruido de esos que destemplan los dientes. El taxista, que se había mantenido indiferente se bajó indignado y los insultó a todos.
Y el crujido vino mientras le pasaba la manga de su chaleco a la carrocería para tratar inútilmente de aminorar el daño visual. El acacio apolillado se le vino encima y lo destrozó contra su propio auto.
Y sólo entonces, con el alboroto que los sacó a todos a la calle, se abrió la puerta aquella, la causante de todo, y en el aire se oía:
''yo no te propongo ni el sol ni las estrellas, tampoco te ofrezco un castillo de ilusión...''
Las asas de la bolsa malla tirillenta habían hace rato quedado desnudas del plástico que las cubría y sólo el ovalado alambre medio oxidado le servían para llevar la carga, dejándole hondas hendiduras en las manos que se confundían en ese mar de arrugas.
Y si hubieran abierto la maldita puerta...
La muerte, como dicen, andaba paseándose a la vuelta de la esquina y no le perdía el rastro a nadie, ni siquiera a los que creían ser los más precavidos, porque no se trata simplemente de cruzar con cuidado la calle, de no comer tanta porquería, de rezar constantemente el rosario y los padres nuestros; ni siquiera es cosa de evitar la oscuridad y de no subirse ni a buses ni aviones, o de tomar una pastilla crónica de por vida.
Menos evitar los gatos negros -los pobres gatos negros- o no pasar por debajo de las escaleras o dejar el paraguas siempre bien cerrado dentro de la casa.
Llega el último suspiro sin dejar siquiera tiempo para decir "mierda, me muero", y todo por culpa de la esperanza, la misma que envalentona a los héroes para jactarse que siguen vivos.
La tragedia es tragedia siempre. Conforma a los creyentes y atormenta a los incrédulos, que se resquebrajan la cabeza mirando su reloj, maldiciendo al mundo entero porque todo ocurrió en un segundo y no dos antes, o dos después, o por el paso mal dado, por la bendita vereda levantada, por la tapilla de la bota, que justo en ese lugar, y qué desazón, ni 50 centímetros más allá o incluso 20 más acá.
Las miradas ven que se desploma. Primero cae de rodillas y luego se va de bruces contra la vereda. Se le desarma un poco el moño blanco y queda finalmente tendida sin quejarse.
La bolsa cae abierta y deja escapar objetos varios que viajaban asfixiados: una peineta, una malla con tomates, un chaleco viejo, una lámpara desarmada. Y también una pelota pequeña de colores vivos que comienza a correr por la cuneta.
Llegan a ayudarla y la sientan a la sombra del acacio, pese a que está nublado y empieza a oscurecer.
Y la pelota sigue corriendo como si huyera de la escena. Atraviesa la calle y es mordida por el neumático de un automóvil, que no alcanza a reventarla, pero que la lanza lejos, calle abajo. Cuando ya comienza a detenerse despierta el interés de un niño de tres años que suelta la mano de su madre distraida y se lanza sin pensarlo a atraparla, como si se tratara de un tesoro.
Un taxista viene sin pasajeros tarareando una canción y se encuentra con el pequeño. Frena y le grita un par de cosas a la joven que tras una carrera torpe lo mira con una risa de espanto y el color propio de la vergüenza. Lo divisan a mitad de cuadra y llaman su atención con un silbido. Avanza y se estaciona.
Una mujer anciana, muy pobre, que se había desmayado, se rompió la boca y había que llevarla a la posta. El hombre aceptó subirla sólo si le aseguraban que no estaba tan mal y si le pagaban por adelantado. Tampoco quiso que se sentara así no más, porque su tapiz -dijo- era nuevo.
Una vecina se ofreció para acompañarla y trajo una frazada. La pusieron extendida en el asiento. En la radio del auto sonaba una canción de Sandro, de eso no me olvido. Dos vecinas y un señor que pasaba por ahí habían recogido las cosas y las habían vuelto a meter a la bolsa. Ahora ayudaban a la mujer a ponerse de pie para avanzar hacia el auto. Caminaron lentamente, y con la misma velocidad la hicieron entrar por la puerta trasera.
Una punta de la lámpara que sobresalía de la bolsa que en ese momento cargaba el hombre tocó la pintura del auto e hizo un ruido de esos que destemplan los dientes. El taxista, que se había mantenido indiferente se bajó indignado y los insultó a todos.
Y el crujido vino mientras le pasaba la manga de su chaleco a la carrocería para tratar inútilmente de aminorar el daño visual. El acacio apolillado se le vino encima y lo destrozó contra su propio auto.
Y sólo entonces, con el alboroto que los sacó a todos a la calle, se abrió la puerta aquella, la causante de todo, y en el aire se oía:
''yo no te propongo ni el sol ni las estrellas, tampoco te ofrezco un castillo de ilusión...''
23 jun 2008
La Mentira
La verdad es que es un murciélago, con sus alas perfectas, sus colmillos y hasta su sombra. Me produce una sensación de temor y me transporta a una vivencia antigua que no logro esclarecer.
Su posición es desafiante y agresiva. No teme, mas sabe que le temen y pareciera a punto de abalanzarse sobre quien se le ponga en frente.
Es una especie de demonio que pareciera encarnar en su forma atolondrada sentimientos de odio y maldad infinitos.
Su imagen me incita a sentir frío y me invita a salir corriendo, pero no puedo, no debo, tengo que quedarme y superar todo esto, aunque cueste, aunque sea un martirio y me produzca sufrimiento.
-¿Qué ves entonces en la imagen?
- ¡Ah!, veo flores y un campo muy bonito.
-¿Dónde las ves exactamente?
- Aquí, al lado de los peluches.
- ¿peluches?
- Sí, por acá, ¿ve?
Su posición es desafiante y agresiva. No teme, mas sabe que le temen y pareciera a punto de abalanzarse sobre quien se le ponga en frente.
Es una especie de demonio que pareciera encarnar en su forma atolondrada sentimientos de odio y maldad infinitos.
Su imagen me incita a sentir frío y me invita a salir corriendo, pero no puedo, no debo, tengo que quedarme y superar todo esto, aunque cueste, aunque sea un martirio y me produzca sufrimiento.
-¿Qué ves entonces en la imagen?
- ¡Ah!, veo flores y un campo muy bonito.
-¿Dónde las ves exactamente?
- Aquí, al lado de los peluches.
- ¿peluches?
- Sí, por acá, ¿ve?
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