9 ene 2007

No me quiero ir

Me gustaría que te fueras y que no volvieras nunca. Pero aquí estás y no logro exorcizarte. Te apoderas de mis sueños y muchas veces de mis actos, haces que yo aparezca frente a todos como un perfecto idiota y puedo sentir tus carcajadas recorriendo mis entrañas.

No es justo. Siempre recordaré el día que te conocí. Se suponía que era sólo un juego. Ahí llegaste y te presentaste amablemente. Nos saludaste a cada uno, pero a mí me viste débil, tan débil, que te interesé de inmediato.

Yo también me interesé en ti, en tu historia, y todos notaron que entre nosotros había una conexión inexplicable. Como cada viernes, nos encontrábamos, muy tarde, a la luz de las velas y jugábamos a extender cada vez más el límite hasta el que podíamos llegar.

Todo ha cambiado tanto desde aquel día nefasto. Admito que en un comienzo me dejé llevar por tus señales, por tus avisos, por el frío que lo inundaba todo. Aquí estás, decía yo en medio de la noche, cerrando los ojos para facilitar aquel contacto, en que podía ver lugares, rostros y vivencias que no eran parte de mi entorno.

Ahora eres capaz de decir lo que no quiero, y debo luchar para distinguir si algunos de mis actos o intenciones están bajo tu influencia. Al menos no has logrado inmiscuirte en lo que escribo, donde tengo plena certeza que soy yo, sólo yo.

Ese viernes, a diferencia de los otros, hiciste caso omiso a nuestra despedida. “No me quiero ir”, fue el mensaje que nos diste y que nos dejó a todos mirándonos perplejos. “Quédate entonces”, dijo Luis con ironía, sacándonos a todos una carcajada que distendió el ambiente.

Y en eso estábamos cuando el vaso de la ouija se volteó bajo nuestras manos y rodó hasta caer y hacerse trizas en el suelo. En adelante tengo recuerdos borrosos de ese aire frío, cada vez más frío, que comencé a respirar, y de esa risotada maldita que empezó a sonar en mi cerebro, y que sigue sonando aún dentro de mi cabeza, y que te esfuerzas por hacer más estruendosa en la medida que sigo escribiendo todo esto.

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